Mi primer vínculo con el mundo vienés, se produjo una mañana fría y lluviosa de otoño entrando al hotel para alojarme. Advertí, a través de sus ventanales que a corta distancia se encontraba una hermosa y amplia terraza, siempre bienvenida, por el placer que siento al saborear cafecitos bajo cielo abierto. Acercándome, feliz por el hallazgo, aprecié la exquisita ambientación dispuesta con buen gusto y finura, galardonada por floridos canteros. El espacio lucía amplios sillones blancos con sus respectivas mesas bajas y mobiliarios de jardín dispuestos junto a un ancho río. En ese momento, desubicada geográficamente, tal vez aturdida por el largo viaje que había realizado hasta Viena, demoré en entender que estaba a orillas del Danubio.No solo la belleza del lugar sino lo que veían mis ojos, me conmovieron anímicamente generando una estupenda y tierna alegría. El segundo río más largo de Europa, nacido en la "Selva Negra" alemana, atravesando mas de quince países y dando popularidad a la composición musical de Johann Strauss en el año 1867, el "Danubio Azul", estaba a mis pies y sería el privilegiado compañero en la capital de Austria.
Mientras disfrutaba el panorama desde ese terrado, a pesar del grisado día, distrajeron mi mente los preparativos para asistir esa noche al restaurante "Marchfelderhof" inaugurado en el año 1843. La invitación preestablecía el horario de llegada para lo que imaginé, sería una típica cena austríaca. Pero Viena está llena de dulces sorpresas y románticas costumbres, ésta sería una de ellas.
En las afueras de la ciudad, me detuve en una angosta y despejada calle, la del restaurante. Gran cantidad de ventanas, distribuídas en ambos pisos de la amplia fachada, se cubrían con adornos coloridos en amarillos y verdes. Sobre la calzada alfombrada previa al portal, desplegados en hilera, esperaba el personal de servicio, agitando banderas austríacas entre sus manos daban la bienvenida a cada invitado.
Al ingresar, un conjunto de músicos vestidos con chalecos rojos bordados por filigranas color oro, camisas blancas de amplias mangas y pantalones negros, característica indumentaria festiva del país, con lustrosos violines y acordeones en mano, ejecutaban la dulce melodía del vals, "Cuentos de los bosques de Viena",prolongando el cálido y original recibimiento.Desde ese momento todo fué sorpresivo y mágico, la enorme casona de múltiples habitaciones con paredes tapizadas por terciopelos rojos, se hallaban atiborradas incluyendo los techos, de objetos acumulados durante más de cien años, finas arañas de traslúcidos cristales, espejos con marcos barrocos, desusados instrumentos musicales, estatuas de porcelanas, bronces, esculturas, muñecas antiguas, botellas multicolores, maquetas de barcos, armas y armaduras junto a uniformes militares. Viejas y amarillentas fotografías cubriendo paredes hasta la techumbre de varios ambientes, mostraban las destacadas y asiduas personalidades concurrentes en un remoto pasado.Encabezaban la galería, cuadros al óleo de la emperatriz de Austria María Teresa, junto al de su esposo,el emperador Francisco Esteban, pasando por políticos alemanes y artistas reconocidos como Liz Taylor, Audrey Hepburn, Cary Grant, Paul Newman, Charles Aznavour, Rex Harrison, Bette Miller, Brigitte Bardot y otras incalculables imágenes imposibles de registrar por la juventud de sus rostros.
Abandoné el recorrido, el comedor esperaba, en otro recinto grato y acogedor donde las mesas suntuosas, vestidas de encajes, brillaban por la fina cristalería que se apoyaba sobre ellas, al igual los platos que comenzaron a cubrirse con sabrosas exquisiteces.
Bebí libremente lo que apetecía, rodeada por música de violines, bailé sin pudor rebosante de alegría lo que un piano ejecutaba en un salón contiguo. Se acercaba la despedida, mientras estimé, que aunque en el exótico restaurante no queda espacio sin decorar, pareciendo excesivo, la equilibrada disposición de acopiados recuerdos, la calidez de sus dueños y esa música soñada que mis oídos no querían abandonar,lograban un ambiente de seducción y encantamiento imposible de olvidar.Esa velada extraordinaria debía coronarla con la fascinación despertada en la mañana al descubrir el Danubio y hacia su ribera me acerqué.Durante la noche lo aprecié iluminado por la ciudad que en él se refleja.Sentándome a su lado dejé volar la imaginación, pensando cómo sentirían su presencia los tantos países que contemplan la imponente anchura y el azulado color.Permanecí largo tiempo imaginándolo recorrer el mundo mientras observaba su calmo desplazamiento. El tiempo transcurría sin sentirlo hasta que necesité compañía para permanecer en el bello escenario, rápidamente la encontré, bebiendo mi primer capucchino junto a esa estupenda y maravillosa postal.
Liliana Clarisa Gavrieluk.
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